Kirkenes - Cabo Norte

La etapa de hoy se nos presenta muy muy larga. 500 kilómetros nos separan de nuestra meta, cabo norte o nordkapp. Después de desayunar y hacer el check in, que ayer por llegar tan tarde no hicimos, teníamos las llaves en un sobre dentro de un buzón, nos ponemos en marcha. Enseguida nos damos cuenta que el viaje sería agotador, gracias en buena parte a la patata de coche que nos han dado. Unimos la incomodidad de un coche de unas dimensiones tan reducidas, a la escasa capacidad de su motor (nos han adelantado hasta los camiones) y su pequeño depósito de combustible, y el resultado es una paliza de viaje.

En cuanto te pones en la carretera te das cuenta de lo diferente que es el norte del sur. Las verdes montañas dan paso a planicies llenas de pequeños arbustos y las carreteras estrechas y viradas a grandes rectas más anchas y mejor asfaltadas. También te das cuenta que hay mucha menos población, y es mucho más dispersa. Los pueblos se reducen a 12 casas, y las iglesias pierden su encanto. Eso sí, aquí no debe morirse nadie, porque no se ven cementerios. Y aquí el esplendor de los fiordos deja sitio al reno. Al principio del día se veían contados y muy escondidos por el bosque, pero según nos acercábamos a cabo norte se iban viendo cada vez más, hasta el
punto de tener que parar en la carretera para no atropellarlos.

Esta parte de Noruega es mucho más rural, y a nuestro paso vimos unos cuantos poblados Sami. Los samis viven en Noruega mucho antes que los propios noruegos, son los habitantes autóctonos del país. Los sami se dedican a la cría y pastoreo de los renos.

En nuestro camino hacía cabo norte cruzamos muy pocos pueblos, pero tuvimos que atravesar unos cuantos túneles, uno de ellos de 8 kilómetros de longitud y con una pendiente del 6%, y sin apenas luz. La verdad que acojonaba un poco, incluso en uno de ellos nos pareció ver un reno.

Al fin sobre las 21 horas llegamos a nuestro alojamiento, o al que creíamos que era nuestro alojamiento. Al hacer el check in la recepcionista nos dice que habían entregado nuestra habitación a otras personas, puesto que solo guardaban las habitaciones hasta las 6 de la tarde.
Le explicamos que habíamos mandado un mail avisando que nos retrasaríamos y que no nos lo habían contestado diciéndonos eso, pero ella seguía en sus treces. Nuestras caras de incredulidad y mala leche debieron ser tan llamativas que la recepcionista se comprometió a buscarnos alojamiento. Tras realizar un par de llamadas, nos puso en contacto con un noruego que nos alquilaba un alojamiento similar. Y como no hay mal que por bien no venga, ganamos con el cambio.

El nuevo alojamiento se trataba de una pequeña cabaña de pescadores, en una pequeña islita a la que solo se podía acceder andando mediante un largo puente de madera. Un lugar idílico, en el que un año antes se había alojado un Barasoaindarra, según habíamos leído en el libro de huéspedes. La isla la regentaba un viejo marinero muy simpático, al que le faltaba un brazo y tenía un aíre a un viejo capitán pirata, pero en rubio. La cabaña era una maravilla, pequeña pero muy confortable.

Como el día había sido muy agotador necesitamos muy poco para caer rendidos en los brazos de Morfeo.